<<A usted Señorita me dirijo ahora que el Señor Malqueda dejó
su respiración pesada, atragantada, exasperante y espiró.
Era asqueroso, podía oír sus
mordidas, la baba creando hilos entre sus labios morados y viejos, su
lengua empujando con fuerza los pimientos fritos, sudorosos hasta sus muelas picadas dejando
briznas verdes enganchadas en sus encías pustulentas, recuerdo las migas de pan
untadas de aceite y carne sangrante que llegaban a mi frente propulsadas en
mitad de sus gritos irracionales, ansiosos, desagradables y furiosos con los
que solo conseguía bajar su autoridad hasta el nivel de lo repugnantemente
autoritario.
No soportaba el olor a puro pegado en las mantas, el aullido
de sus navajas acuchillando los muebles, su manejo del palillo, su obsesión por
alimentarse de sus propios residuos, ya sean mocos o cerumen.
Y aguantaba demasiado tiempo a su gorrina presencia, hasta
que me hervía la sangre en el pecho, entonces me iba a la cama, donde podía leer
tranquilo sin ver como se rascaba por el interior de los vaqueros sus huevos
gordos y arrugados. Dejando de oír su respiración pesada, atragantada,
exasperante… y acomodándome a los dulces sueños venideros que me hacían
abandonar el trote nocivo de mi galopante corazón.
De herencia me dejó su viejo escritorio de madera maciza,
con surcos de vino tinto, facturas y muescas navajeras. Desvalijado por la ira,
el alcohol y las violentas violaciones a su esposa que le costaron más de nueve
hijos inútiles, tullidos, subnormales, flacos, despreciables y tristes entre
los que me encuentro, y no queriendo tener de recuerdo ni su apellido, te cedo
a ti mi pesado pasado, para que lo llenes de ligeras presencias irreales con
las que adornar mis cercanos recovecos.>>
Y diciendo esto, El Señor de lo Polvoriento, que así se le
hacía llamar por su oficio de repartidor de muebles antiguos en la pequeña
ciudad de Quemasdá, le entregó el tocho de madera a la Señorita Astilla, siendo
éste su apellido y no un acrónimo para referirse a su oficio, aunque era
carpintera.